Clarín - 17/03/13 - Ciudades - Tres dimensiones
Los invisibles arroyos porteños
Por Miguel Jurado - Editor Adjunto Arq
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Debajo de las calles de Buenos Aires, bajo los asfaltos,
baldosas y edificios, corren silenciosos los arroyos porteños. El
Maldonado y el Vega hoy son los más famosos. El Medrano, el White, el
Ochoa-Elia, el Cildañez y otros esperan subterráneos el momento de
demostrar que siguen vivos.
“Buenos Aires creció con una actitud de
negación de la naturaleza, como si la ciudad fuera una cosa distinta que
el campo”, me dice Antonio Elio Brailovsky, escritor y economista
especializado en historia ambiental. Me explica que la decisión de
entubar los arroyos es coherente con la idea de usarlos como cloacas.
Se
me ocurre que siempre imaginamos a la Ciudad plana como una mesa, sin
relieves, y sin embargo tiene puntos altos y bajos, cuencas que
desaguaban en los antiguos arroyos y bajos que siempre se inundaron. La
topografía porteña se borró de nuestra memoria, así como también lo
hicieron sus arroyos (hoy entubados) y sus zonas inundables. Antes, el
valle de inundación del Riachuelo, por caso, tenía nombre y apellido:
Los Bañados de Pereyra. Fueron secados a principios del siglo pasado y,
el arroyo, entubado.
“El comportamiento de un arroyo entubado es
peor que a cielo abierto, porque libre, el curso de agua no tiene
obstáculos y entubado sí”, asegura Brailovsky, y agrega que al entubarse
desaparece de la vista su zona de desborde natural. “Se hizo para
esconder las zonas de riesgo y generar valorización inmobiliaria”,
aclara.
El famoso arroyo Maldonado, entubado entre el 29 y el 33, fue
uno de los límites porteños hasta 1887, cuando se anexaron como barrios
los pueblos de Belgrano y Flores. Pero cuando se fundó Buenos Aires por
segunda vez, el límite Sur era un pequeño arroyo, el Zanjón de Granados,
también conocido como Tercero del Sur. El límite norte era el Zanjón de
Matorras (o Tercero del Medio). El Manso corría por donde está la
avenida Pueyrredón y fue el límite occidental de la ciudad por mucho
tiempo. La geografía era cosa de todos los días.
Buenos Aires
esconde muchos arroyos aún. En el Norte, el arroyo White corre bajo las
calles Campos Salles y Rubén Darío, en Núñez, y desemboca en la Ciudad
Universitaria. Este curso se llamó Cobos y de los Membrillos a
principios del siglo XX. Además, cerca de allí corre el arroyo Medrano,
bajo las avenidas Ruiz Huidobro y García del Río. En el Sur, el arroyo
Ochoa-Elia cursa entubado bajo Nueva Pompeya hasta el Riachuelo. Y otros
seis pequeños arroyos hacen lo mismo bajo la La Boca y Barracas.
A
fines del siglo XIX, por detrás de la Estación Constitución nacía el
arroyo Granados, bajaba por la calle Perú y continuaba por Bolívar, se
unía a otros arroyos y terminaba en el Río de la Plata. El Matorras
nacía en Independencia y Entre Ríos, formaba una laguna y bajaba por
Talcahuano para terminar en otra laguna que se llamaba Zamudio y ocupaba
lo que ahora es la Plaza Lavalle, para desembocar luego al Río bajo lo
que hoy es el Microcentro. Otro arroyo con lagunas y bañados era el
Manso, que nacía de dos lagunas ubicadas en el área de Venezuela y
Saavedra, corría por 24 de Noviembre, Corrientes, cruzaba el barrio del
Once y salía por Sánchez de Bustamante hasta Palermo.
“Ninguna
obra soluciona el problema de las inundaciones definitivamente”, me dice
Brailovsky y pienso que habría que aprender a convivir con ellos,
cambiar códigos, crear zonas inundables sin viviendas, no hacer garajes
subterráneos en áreas de riesgo y estar preparados para cuando la
naturaleza reclame su lugar. “En Mar del Plata hay señalización en las
zonas inundables, en Chile se educa para los terremotos –insiste
Brailovsky–, aquí deberíamos tener estrategias para bajar los riesgos al
mínimo”.
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